Al final de los sueños

Después de varios años decidí regresar. Me senté frente a la casa donde vivían mis padres, estuve observándola por algunos instantes y aunque quise tocar la puerta, algo dentro mío no me permitió hacerlo.

Caminé varias cuadras, todas las calles estaban llenas de fantasmas, de sombras que se aparecían en las esquinas; en una de ellas había un niño, de unos catorce años. Llevaba con él un ejemplar de El guardián entre el centeno y, pese al fuerte viento que hacía temblar incluso a los árboles, intentaba encender un cigarro.

¿Y vos por qué estás fumando, si sos un niño? Lo hago para calmar la ansiedad, acabo de pelearme con mi mamá, otra vez. ¿Y pensás hacerlo fumando y leyendo a Salinger? Sí, creo que Holden es la única persona que se parece a mí. ¿También soñás con ser escritor? Sí.

Saqué un encendedor del bolsillo de mi abrigo y le prendí su cigarro. Sonreí cuando lo dejé con su lectura, mientras el humo se escapaba con el frío de diciembre.

Esa noche decidí emborracharme en el bar de un amigo, por los años que han pasado y la vejez y cansancio de mi rostro, nadie pudo reconocerme. Al salir, tambaleándome, pedí un taxi y me dirigí a un pequeño hotel cercano. Antes de dormir, tomé un ejemplar del El guardián entre el centeno, era la misma edición que la del niño, solo que un poco más desgastada.

Ya no soy ese niño que se escondía con una coraza de sueños, el que se escapaba de casa a probar sus primeros cigarros, sus primeros tragos, sus primeras drogas. Caí dormido.

Al día siguiente volví a la misma calle, sabía que iba a encontrarlo allí. Nuevamente, el niño llevaba con él un cigarro, aunque no cargaba consigo el libro de Salinger, de una de sus manos sobresalía una pequeña libreta.

¿Estás escribiendo poemas? Sí, aunque no sé si deba… Llamarlos así, te entiendo, yo era igual. No sé si me dan paz o si me destruyen. Te destruyen, con los años te darás cuenta que no serán útiles para nada. Tal vez, aunque puede que llegue a ser un gran poeta como Andrés Caicedo. Solo si te suicidás, tal vez.

Cuando empezaba a oscurecer volví al bar. Un joven poeta, de unos veinte años presentaba su cuarto libro, era de poemas. Pensé en el niño. Pobrecillo, imaginar que un día será un viejo amargado, sin sueños ni nada. Hastiado de todo.

Tomé el revólver y acercándome un poco al joven escritor, le disparé a quemarropa. El piso del bar se llenó con su sangre, todos se quedaron callados. Guardé el revólver y me fui caminando tranquilamente al hotel. La policía nunca me buscó, yo no existo.