Te recuerdo atravesar el pasillo atestado de mecanógrafos, veías al frente. No parecías perdido como yo en mi primer día. Imagino lo que pensaron de mí: enclenque, ridículo, aniñado. En cambio, tú volteaste miradas, detuviste el papel de seguir girando. Tu piel de bronce, tus ojos de selva, tus mejillas de seda. Fuiste un destello extraño, uno fuerte, de sonrisa deslumbrante y fragancia de madera.
—¿Quién es? —pregunté.
—No es nadie —me habría encantado que me respondieran, mas pronunciaron tu nombre con dicción cristalina.
Te seguí con la mirada en tu andar hacia mis cercanías. Pareciste altivo, más macizo que de lejos. Hiciste que mis entrañas dieran un brinco, que mi corazón se sincopara. Tragué saliva. Estaba espesa. Asentí listo para saludarte. No sabía que haría cuando estuvieras junto a mí. Entonces, sentí mi oído afinarse. Tus pies golpearon los tablones del suelo. Giré lento. ¿Qué te iba a decir? ¿Hola? No, muy tonto. Algo que no me dejara viéndome como un chiquillo de cuerpo adulto.
Me puse de pie. Vi tus ojos por un instante. No estaba listo. Quise dejar salir aire transformado en palabras y… ya no estabas. Me sentí aliviado, no te miento. Me sonreí por melodramático y volví a mis lecturas furtivas. Quedé absorto en ellas, en las caricias que solo a las letras les conocía. ¿Cómo lucía la biblioteca de Alejandría? ¿Qué conocimientos se perdieron en los incendios? ¿Cómo era el sonido de tu voz? ¿Acaso brillaba tu cabello castaño bajo el sol? ¿Si te saludaba te causaría una buena impresión?
—Hola —dijiste alegre, expulsándome de mi sopor.
—¿Ah? —balbuceé al verte manifiesto otra vez.
—¿Qué tal?
Apenas logré responder y aun así me sentí contento. Talvez no había sonado como un idiota ni mi mano sudado al contacto con la tuya. Estaba consciente de que no había sonado natural, pero creo que por primera vez en mi vida no me importó. Todos sabemos que la persona que saludamos por primera vez no es la misma que al día siguiente, no se diga al siguiente. Siempre descubrimos matices que no vimos cuando muy posamos los ojos sobre ellos. Sin embargo, no sé, tú fuiste distinto. Día a día demostrabas no cambiar. Siempre dulce, nunca mordaz. Todo cobre y selva, rosa y almendra.
“¡Deberíamos comer juntos!”, dijiste un día. Quise que la invitación fuese solo para mí y pataleé para mis adentros cuando todos asintieron encantados. Sonreí falso. No permitiría que nadie se sentara junto a ti y lo logré. Solo así pude al fin conversar contigo ¡y cuánto aprendí! Tu papá era chileno, tu hermana vivía en México, tu primer trabajo lo tuviste a los quince, te encantaban los trenes, las novelas de detectives te parecían estúpidas y viviste en Noruega. Fue una lástima que tus ojos no alcanzaran para la descomposición de tu rostro al articular de la N a la A. Jamás había visto tal melancolía por una patria ajena.
Fue ese día cuando hice mi primera suposición sobre ti: dejaste un amor allá, una rubia exótica. No podía haber otra opción. Esa mujer causaba tal inquietud al decir el nombre de tan lejano país. Ladeé la cabeza sin dejarte de ver y me propuse investigar quién era ella.
—Así que viviste entre vikingos —dije.
Asentiste.
—¿Y qué haces aquí?
—Es una historia larga, ¿tienes tiempo ahora?
Me encogí de hombros haciéndome el desinteresado. Tu sonrisa me llenó de grata tibieza. Y vaya si no era una historia larga. Quedó pendiente incluso cuando te preparabas para irte. Juraste terminarla el lunes. Sonreí sin saber si darte la mano al despedirme. ¿Era demasiado formal para nosotros? ¿Había un nosotros? Me guiñaste y te fuiste.
Cuando te sentaste junto a mí a las ocho de la mañana del bendito lunes, ya tenía listos unos caramelos en la mano. Te ofrecí antes de que empezaras. Sonreíste y tomaste el más grande. Verte introducirlo en tu boca sin rodeos causó algo en mí que me hizo olvidar el motivo de mi ansia. Comenzaste a hablar. Lo recordé… ¡mi investigación! Me acomodé para escuchar y asentí a cada oración que soltabas, atento para cuando dijeras el nombre de la mujer que amaste allá. No obstante, ese nombre nunca sonó. Todo era sobre nieve, malas pronunciaciones y bacalao. Imposible. Tuviste que haber amado a alguien allá. ¡De alguien me tenía que sentir celoso!
—Pronto voy a volver —confesaste.
—¿Volver? —tartamudeé.
—Me siento forastero en mi propia tierra.
En tus ojos de selva se desvanecía el brillo destellante de las ceibas.
—Ya te dije, regresé porque no tenía opción, pero aquí no hay nada para mí.
Transcurrió la semana y no pude quitarme tus palabras de la mente. Implantaste una idea en lo más profundo. ¿Y si tampoco había nada para mí? Con un regalo descubrí la respuesta que buscaba de la pregunta que nunca me hice. Un día de marzo recibí una confirmación de un transatlántico. Una expresión de mis padres. Había recorrido cielo y mar del Nuevo Mundo, nunca del Viejo. Y, a los diecinueve, ya tenía edad más que suficiente para embarcarme por mi cuenta.
Fui a buscarte un día antes de partir y me lo repetiste en plural. Nosotros. Nada. Aquí. Te abracé. El olor de madera nórdica que exudabas me envolvió. ¿Y si tenías razón? ¿Qué si al volver me sentía incompleto, añorando patria ajena? El cruce del océano me hizo olvidar mi vida pretérita. No pensé en mi madre ni en mis amigos, mucho menos la universidad. Solo pensé en ti. En tus palabras. En tu inaudita añoranza que comprendí cuando el mundo viejo relució como nuevo al recibirme en sus costas pedregosas. Igual que tú, me hizo sentir que lo conocía desde siempre.
Miré en dirección al sur desde una plaza y me decidí a cruzar el canal, a la tierra de la mitad de mis ancestros. España. Legendaria tierra de gigantes infames que montaban demonios y disparaban relámpagos. ¿Qué maravillas aguardaban allí? Mi descubrimiento empezó en el día lluvioso que desembarqué. Me pregunté con cuántos de los cientos de hombres que veía caminar compartía ancestros. ¿Cuántos portaban mis apellidos? ¿Sería posible que en el mismo orden? Una niña me tocó la pierna y preguntó si se podía casar conmigo. Rompí a reír. La madre se disculpó con profunda amabilidad. Me detuve a pensar. No era como las leyendas que en mi lado del océano contaban. No había gigantes ni demonios, solo almas como la mía y la tuya.
Apreté las cejas meditabundo y me lancé a la ciudad. Vagué por sus plazas. Rendí culto a los artistas en sus templos. Deleité mi lengua con los sabores de las delicadezas. Bailé en la oscuridad. Pensé en ti. Sentí entenderte. ¿Acaso fueron los colores de lo atípico los que te enamoraron? ¿Las infinitas posibilidades? ¿Las oportunidades de empezar de cero y ser una persona nueva?
Cuando partí me asomé por un pretil del buque y juré volver a esa tierra vivaz contigo. Un día caí dormido y al despertar me dijeron que pronto alcanzaríamos las costas del Nuevo Mundo. Salí a ver las palmeras cocoteras. Se sentía raro ver mi tierra después de meses. Sus tonos fulguraban distintos. Compré mi boleto del tren y, a las horas, desde la ventana vi la calle que llevaba a mi casa. ¿Y a mi hogar?
Bajé al mundo real, de nuevo rodeado de mi gente. Divisé la perlada sonrisa de mi madre. Corrí a ella ansioso y la abracé. Nunca había pasado tanto tiempo lejos de ella. Entré a mi casa. Poco nuevo. Los meses solo habían transcurrido sobre mi hermana, cuyo rostro había avanzado más hacia el de una mujer. Comí hasta más allá de la saciedad del banquete que mi familia preparó. Cuando todo acabó, me acomodé sobre el asiento del alféizar en mi habitación. Vi las nubes transitar frente a la luna. Pensé en ti y tus palabras.
No sentí la noche transcurrir. Todo pareció deslizarse desde mi descanso hasta el momento en el que caminaba avenida arriba, viendo con progresiva decepción el entorno en el que había crecido. Todo olía extraño. Había mucho ruido. El roce de las multitudes mañaneras me desesperó. Sus codos y brazos imprudentes me llenaron de ira. No podía soportarlo más. Corrí buscando el edificio donde trabajaba. Parecía un castillo. Desde luego, no uno de ensueño. Nunca lo había visto así. Me encerré en el baño y cerré los ojos. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Por qué mi repentino odio? Tenía que regresar a casa. No podría soportar un día ahí.
Me masajeé la cara. Apreté los puños. No sabía qué hacer. Mi padre había hablado a mi jefe para que me permitiera continuar trabajando después de mi escapada. No tenía más opción que hacerle frente a la realidad. Abrí la puerta y tú estabas allí. Me apretaste entre tus brazos, feliz de verme. Me enrollé en ti buscando refugio y me lo diste. “Aquí no hay nada para nosotros”, susurraste sin soltarme. Coloqué las manos en tu cintura y asentí separándome despacio. Ya te entendía.
Me condujiste con un brazo en mis hombros hacia el interior. Había mucha gente nueva y un par ya no estaban. Me los presentaste orgulloso de llamarme tu amigo. Nos sentamos juntos, como en los meses anteriores. Apoyaste tu rostro sobre tu mano derecha y llevaste tus pupilas de selva hacia mí. Te sonreí tímido.
—Cuando volví todo se volvió muy feo —dijiste —. Gris como el concreto.
—Quizá ya era feo, pero no lo sabíamos.
Sonreíste. Crucé las manos sobre la mesa. Tu índice acarició mis nudillos. No supe qué hacer. ¿Tomarte la mano?
—Me voy en agosto —admitiste de súbito.
—No —suspiré de manera casi inaudible.
—Ven conmigo.
Ladeé sorprendido la barbilla.
—Tú me entiendes. A nadie le he contado tanto sobre mí. Ni mi madre me conoce así. Nunca había tenido una amistad como esta. Te quiero demasiado y no sé por qué.
Te abracé con todas mis fuerzas. Te enrollaste en mí buscando refugio y te lo di. Fuimos como árboles a los que fusiona el viento. Tu corazón palpitaba contra mi pecho y el mío contra el tuyo. Al soltarte sentí nuestras mejillas rozarse y supe que no sería la última vez que estaríamos tan cerca.
Volvimos todos los días a tan lúgubre recinto a presionar las viles teclas. Cada golpe era un centímetro más cerca de nuestro destino conjunto: aquellas ciudades de allende del mar. Yo sostenía tu peso y tú el mío. Nos convertimos en máquinas ígneas que trabajaban a besos furtivos detrás de los muros y pieles que se frotaban en secreto. Y por las semanas que sucedieron la vida se saturó de color. Contigo conocí tonalidades que nunca habría imaginado que existían. Las disfruté. Sí, mucho. Me hinchaba de orgullo saber que tu tesoro crecía junto al mío y que no derrochabas ni en un caramelo de medio centavo con tal de volver a ver aquellas tierras. Esa determinación me mantenía encandilado. Claro, poco duraría.
Recuerdo que cuando te entregaron la carta de aquella mujer, me volteaste a ver con rostro deshecho. No parecías tú. Tu color de cobre se había ido, la selva de tus ojos fue talada, tus mejillas de seda se rasgaron. Estabas desolado y, paradójicamente, extasiado.
—Puedo irme hoy si así deseo —balbuceaste sosteniendo el cheque en blanco.
—Aún faltan dos meses —contesté confundido.
Te arrebaté la carta y comprendí. Nunca conociste el amor en el Viejo Mundo. Solo el servicio. La sumisión a una dama de años que añoraba tu cuerpo y no ti. ¿A tanto estabas dispuesto por respirar aire frío?
—Te vas a ir, ¿verdad? —musité.
—Lo siento.
Me quedé sentado un momento más. Indeciso. Preguntándome si habían significado algo para ti todos los besos que te di. Me tomaste la mano y volviste a decir que lo sentías. Te miré a los ojos preguntándome cómo una criatura tan hermosa podía causar tanto daño. Sonreí una vez más para contigo y me levanté. Creo que me preguntaste a donde iba. Sentí el rasguño de la punta de tus dedos intentando afianzarse de mi camisa. Continué con un pie delante del otro. No te volteé a ver, así que nunca supe qué cara pusiste la última vez que me viste.
Cuando volví a las teclas encontré tu asiento vacío. A los pocos días, alguien más estaba sentado allí. A veces volteaba con la intención de decirte algo y resultaba sonriéndole al desconocido con las palabras retenidas en el cuello. El recinto estaba marcado con tu ausencia. Y yo no era el único que te extrañaba. Resulta que besos tuyos habían resonado en otras bocas.
A veces veo a hombres parecidos a ti y no puedo evitar preguntarme si estás bien. Siento olores de madera y me pregunto si aún vives con la mujer que te necesitaba dentro de ella. Veo la grandeza del Viejo Mundo que es nuevo para mí. Respiro su aire añejo. Oigo sus voces. Siento el viento rosa de su inspiración. Veo el atardecer desde la terraza contemplando las humaredas de las chimeneas. Trazo. Pinto. Sonrío. Recuerdo que fue por ti que descubrí que allende del mar también había un lugar para mí.