Destino

Remember how she said that 

We would meet again some sunny day?

VERA —Pink Floyd

No creo en eso del destino, sin embargo, el día que me encontré a Lissa en un aeropuerto de Nueva York no pude evitar pensar que era eso lo que nos quería unir. Tenía al menos cinco años de no verla. Lo último que sabía de ella era que se había ido a estudiar a otro país.

Yo regresaba a casa después de un largo viaje de trabajo, ella iba a visitar a sus papás. Fue curioso nuestro encuentro, llevaba al menos media hora de estar sentado en la sala de espera viendo por la ventana cómo la nieve cubría la pista cuando decidí levantarme a preguntar en el mostrador si el avión saldría pronto y la señora contestó “we’ll let you know”.

Al voltearme la vi, estaba a tan solo unos pasos. Ambos nos reconocimos de una vida pasada. Una vida en la que nos juntamos por primera vez en un bar cuando ella aún salía con el gordo. 

—¿Por qué tan solo? —preguntó. 

—No estoy solo —contesté y extendí mis brazos para saludarla. 

Y con un abrazo rompimos la vieja promesa de no volver a vernos nunca más.

Me contó de su vida en España, de cómo la Semana Santa se celebra igual que acá, pero diferente, con cucuruchos de colores y sin procesiones. Yo le conté que me había perdido en un país donde nadie hablaba un idioma que entendiera y que por un momento llegué a pensar que había viajado en el tiempo por lo viejo de los autos y el descuido de las calles. Le confesé que más de una vez creí verla en alguna ciudad lejos de casa y ella que había confundido a un sujeto conmigo en el tren de París a Brujas.

Frente al humo de un café evocamos los días en que ella lloraba por la soledad de la luna y yo la consolaba diciendo que las estrellas le hacían compañía y le inventábamos a cada una un nombre. 

Hacíamos planes de abandonar todo e irnos a vivir de amor y a morir de hambre. 

—¿Por qué nunca lo hicimos? —preguntó.

 —Nunca es tarde —contesté y ella sonrió.

Dormimos juntos en una banca de aeropuerto, nos despertamos cuando la aerolínea dijo que era momento de abordar. Caminamos agarrados de la mano hacia la puerta y pasamos juntos por el pasillo que conduce al avión. No queríamos separarnos, pero tampoco logramos convencer al señor a mi lado que nos cediera su lugar. 

—No me gusta la ventana, me da claustrofobia —fue su excusa y no la pude debatir.

Nos consolamos con el hecho de que serían solamente seis horas las que no estaríamos juntos. Seis horas que se convertirían en días, semanas y meses de la búsqueda exhaustiva de un vuelo que nunca llegó a aterrizar.