El abuelo

Por Arissa Chattasa en Unsplash

El trayecto era movido. Habían pasado un par de pueblos que parecían detenidos en tiempos más simples, en los que la gente se sentaba enfrente de sus casas abanicando un par de pedazos de cartón para refrescarse. Niños persiguiendo una pelota, los chuchos, confundiéndose entre los habitantes, buscando los restos de tortilla y chucherías que encontraban por los caminos. 

La carretera no estaba pavimentada, su padre hacía todo lo posible por evitar los baches y rocas. Esta valiente hazaña la acompañaba con música de boleros cantando algunas estrofas. Siempre escuchaba música nostálgica de amores perdidos, deseos no encontrados. Le gustaba mucho José José, uno de los grandes mexicanos que le había heredado su amor por la música, le encantaba tocar guitarra y tratar de imitar su grave voz.

A lo lejos, se divisaba una montaña con árboles frondosos, en la cual se encontraba el lugar al que se dirigían. El calor aumentaba con cada kilómetro que recorrían. Volviéndose cada vez más intenso, pero también menos pegajoso.

Una vez al año tomaban aquel viaje para visitar a sus familiares. Era de las pocas ocasiones en las que podían ver los paisajes y contemplar la naturaleza. Las calles del pueblo no estaban del todo señalizadas y la gente caminaba sin ninguna preocupación, ignorando los bocinazos de los carros. Todo parecía estar cubierto con polvo.

Luego de los acostumbrados saludos, los hombres se sentaban a hablar de fútbol en la sala con la tele prendida de fondo y las mujeres empezaban a preparar el almuerzo. Aquí comenzaba la parte que le podía parecer más dura a los ojos citadinos. Tenían que elegir una de las gallinas que se encontraban en el corral del jardín. Por tener visitas agarraban a la más gordita, la tomaban y en menos de dos minutos ya la habían desnucado, degollado y colgado en un lazo. Las gotas de sangre caían una a una. Cuando ya dejaba de escurrir le quitaban las plumas y le sacaban todo lo de adentro. El olor que emanaba aquel proceso y lo cruento de la situación quitaban el hambre a más de alguna de las visitas.

Finalmente se sentaron a comer. Acompañaban aquel banquete con Coca-Cola. Esta vez el abuelo tenía una noticia para ellos. Entre mordiscos y ensuciones de manos les contó aquello por lo que los habían invitado ese fin de semana: se estaba quedando ciego.

Ya venía desde algún tiempo con problemas de la vista. Pero ahora era definitivo. Le quedaban un par de meses con vista y sentía que moría. Trataba de guardar todo lo que podía en su memoria. Se levantaba a ver todos los amaneceres, cada uno parecía diferente al anterior. 

Pasaba días contemplando su rostro en el espejo, se convirtió en un narciso de su figura. Trataba de memorizar las líneas que se dibujaban bajo sus ojos, su frente, los retazos del tiempo. Miraba sus manos como una gitana que rebusca en su futuro, tratando de cambiar su fatal destino.

Por esa razón, reunía ese día a su familia completa. Quería recordar a sus hijas: la monja y la Chola, una pulcra con su trajecito hasta los tobillos y la otra con rulos despeinados, vellos en las piernas y su masticar de chicle. Su hijo, el señor de ciudad con bigote, anteojos y palabras profundas de gente estudiada. 

Sus nietos no podían faltar, trataba de guardar sus manitas y sus ojitos en la memoria, tratando de no sentir envidia. Sentía lástima de sí mismo. No le contaba a nadie, pero lloraba por las noches, luego se arrepentía porque pensaba que eso podía empeorar su vista.

Teniéndolos a todos reunidos allí, alrededor de la mesa, pasó su vista en cada uno de sus rostros hasta llegar al de su amada.  Ella le regresó la mirada y no pudo evitar que se le saliera una sonrisa. Cualquiera hubiera pensado que era en señal de apoyo, de empatía hacia la situación de su marido. Lo que nadie sabía es que ya hacía unos años ella, la madre de sus hijos, le había pedido al cielo que le quitara la vista a su esposo. Le rogaba desde que se le había ocurrido, por sugerencia obligatoria de sus padres, contraer nupcias con quien sería la carga de sus días. Y, ahora que se estaba cumpliendo su deseo, no podía hacer más que sonreír; pensando que cuando sus ojos cerraran, su vida al fin comenzaría.