El poeta

En un pueblo lejano, tan lejano que pareciera inventado y en un tiempo remoto, tan remoto que pareciera como si nada de esto hubiera pasado… vivió un poeta que, una mañana, puso al pueblo patas arriba. Lo desordenó. Lo conmocionó de tal forma, que hubiera sido más fácil prenderle fuego. Pero lo que surgió de aquella locura se convirtió, con el tiempo, en la más bella historia de amor que el pueblo jamás conoció.

Y es que al tipo se le ocurrió una idea brillante. De aquellas que por ser tan ingeniosas, tan lúcidas y tan audaces; terminan siendo percibidas por la persona común y corriente como idioteces. Normalmente son acompañadas por frases como: «¡mira la tontera que se le ocurrió a este tipo!»  cuando una persona cualquiera comenta la idea con alguien de su mismo nivel intelectual. Esto no sugiere – aclaro – que aquel que es poeta de profesión tiene una intelectualidad superior al resto; ni mucho menos tratándose de este poeta en particular. El personaje de esta historia era un tipo al que le vivían comiendo el mandado casi a diario, como si fuera deporte nacional. Le entregaban mal el vuelto en alguna transacción monetaria y él ni se enteraba… porque sumaba mal y restaba peor, aunque sospecho que tampoco le importaba mucho. Pero si es verdad que era el único en el pueblo que llevaba sus sentimientos a flor de piel. Era el único que se tomaba la molestia de sentir el ritmo de su corazón al posar su mano en el pecho y se permitía bailar sabiendo que aquella música tendría que terminar algún día, aprovechando así, cada instante que le regalaba la vida. Se desvelaba admirando la belleza de la madrugada y sus estrellas. Se regocijaba al escuchar la risa que los árboles no saben contener, cuando un viento sigiloso les acaricia las hojas, provocándoles cosquillas.

La cosa es que un día se le ocurrió escribir cartas de amor al azar. Cartas que eran tan bellas como un poema declamado por la lluvia y tan envolventes como el misterioso perfume que se desprende de las rosas. Hizo una carta por cada casa del pueblo y las fue a entregar de madrugada, a escondidas de todo el mundo. Algunas eran de mujer dirigiéndose a hombre y otras de hombre a mujer, pero todas tenían en común el «Anónimo» como remitente de la carta. Sin embargo, en su aventura, cometió dos descuidos importantes: el primero fue dejarse ver por un par de curiosos mientras entregaba las cartas y el segundo fue subestimar las locuras que, a veces, la gente es capaz de cometer.

A la mañana siguiente, el sol se encontró con un pueblo que ardía enfurecido y se revolcaba sobre sí mismo como queriendo sacudirse la rabia de encima. Divorcios masivos, hogares destruidos, niños que lloraban perdidos por las calles persiguiendo a su mami o a su papi, escenas de celos enfermizos frente a las puertas de las casas que se cerraban siempre con uno afuera y la otra adentro; maletas que salían volando por las ventanas y se abrían dramáticamente en el aire, para dejar escapar por todos lados, la ropa que contenían. Y cuando alguien confesó que había visto al poeta deslizando sobres sellados debajo de varias puertas en la madrugada, el pueblo entero salió determinado a querer cazarlo. Llevaban palos de escobas y machetes y entre ceja y ceja, llevaban grabado el rostro del poeta.

Lo tenían de pronto rodeado entre todos y el tipo, que parecía pedir perdón con las manos, suplicaba insistentemente: «No me lastimen por favor, solo soy un poeta». Alguien, en el fondo, gritó: «¡Un hijo de puta es lo que sos!» Y alguien más agregó: «¡Mi esposa se fue de la casa por su culpa, maten a ese infeliz!» todos estaban enfermos de cólera y cuando finalmente habían decidido colgarlo por el cuello… se apareció, entre el gentío, el habitante más anciano del pueblo. Todos lo conocían, pero también todos le temían, porque era un viejo enigmático y mal encarado. Por generaciones enteras, las madres les habían prohibido a sus niños acercarse a la casa del anciano y como este nunca salía de ella, casi nadie sabía nada de él. Solo se sabían historias y leyendas urbanas que nunca fueron comprobadas.

El caminar del hombre era lento, se ayudaba de un bastón y el esfuerzo que hacía al andar, conmovió a los presentes. Pero paso a paso, como la lenta y silenciosa marcha de una tortuga, llegó hasta el frente y se detuvo entre el poeta y la muchedumbre. Aventó el bastón por los aires y avisó sereno: «Si lo quieren matar, tendrán que matarme a mi primero». Todos quedaron atónitos, no voló una mosca, el silencio fue tal que se lograba escuchar a lo lejos, el llanto mudo y avergonzado del poeta. «Pero don Alfonso» – dijo el repartidor de leche del pueblo, el único que conocía y había entablado conversaciones con el anciano – «¿Cómo puede defender usted a semejante impresentable?».

«Porque me salvó la vida» – dijo el viejo y tras un largo silencio agregó: «como bien saben, mi esposa murió hace muchos años, en el último terremoto que sacudió a este pueblo, antes de que naciera la mayoría de ustedes. Yo morí junto a ella, aunque seguí con vida. Y esta mañana, recibí una carta interesante. Yo sé que me van a decir que mi esposa no la escribió, porque mi esposa está muerta, pero explíquenme entonces… ¿cómo es que mientras leía la carta escuchaba en mi cabeza el sonido de su voz, que era como el rumor de las olas reventándose lentamente en un mar infinito?»

«¿Qué decía la carta, don Alfonso?» – preguntó el lechero en genuina curiosidad, bajo la mirada escrutadora del poeta – «Que su amor es más grande que la luna y que, aunque lo intenta, no consigue olvidarme.» – dijo el anciano con una voz temblorosa. Notó que el pueblo escuchaba atento y tomó el silencio ensordecedor como una invitación a continuar… – «Que sigue y seguirá esperando el día que decida ir a su encuentro y que entonces, no habrá fuerza en el mundo que logre separarnos nunca más.» – el viejo elevó la mirada al cielo y sus ojos debieron haber atravesado las nubes, porque cuando los regresó al frente, estaban empapados en lágrimas. Pero haciendo un gran esfuerzo, tomó una bocanada de aire y concluyó: «Vean, yo sé que la carta vino del cielo o… de eso me quiero convencer. Porque gracias a ella esta mañana fue distinta. Esta mañana no lloré, por primera vez, desde hace muchos años. Y si me quedan más mañanas por vivir, quiero vivirlas todas así… enamorado de amor, ilusionado de vida y con la dulce voz de mi esposa recitándome poesía».

Las palabras del viejo suavizaron a todos. El poeta logró salir caminando de aquel embrollo. Y por orden del pueblo, que insistía en imponerle un castigo, obstinados en la idiotez colectiva, le exigieron seguir escribiéndole cartas al pobre anciano. Desde entonces, cada mañana, se aglomeraron todos a las afueras de la casa donde vivía el viejo, para escucharlo reír de alegría desde la soledad de su encierro. Hasta que un mal día, el silencio que reinó desde adentro, le rompió el corazón al pueblo entero. Quedó un sobre sin abrir. Y cuando todos vieron instintivamente hacia el cielo, creyendo que lo iban a encontrar flotando hasta perderse en las nubes, alguno – y me parece que fue el poeta – se atrevió a decir: «Si cierran sus ojos y prestan atención, creo que vamos a poder escuchar el beso del reencuentro.» El cielo crujió como complaciendo a su público y una tímida llovizna se hizo presente para impregnarlos a todos de nostalgia.

«Creo que están llorando de alegría» – advirtió un niño. Y fue en ese preciso momento, que el pueblo conoció… el milagro de la poesía.