Esteban

Cuando tenía seis años, soñé con un niño sin rostro. El sueño me duró cinco meses, de noviembre a marzo, y en aquel tiempo poco me percaté del detalle profundo que lo rodeaba. A él completo lo envolvía un aura amarilla, la emanaba como sol en mayo, y siempre que lo vi, lo vi de espalda o de lado.

Los sueños duraban horas, en ocasiones minutos. Y despertaba contenta (eso también lo recuerdo con precisión). Tan contenta, supongo, que mamá lo tachaba al buen humor de una niñita joven y entera. Por eso, también, jamás se lo dije. Tú, ese muchacho colocho y cálido de mi verano más joven, parecías tan real como para dudarte siquiera. Más aún, tan real como para negar enteramente la necesidad de discutirte con mamá: qué punto tenía, si seguramente ella ya te conocía.

No estaba equivocada, mamá te conocía (a medias solamente). Con ella nunca hablaste, pero ella a ti siempre te susurró canciones, te habló suave y contenta. Ella y papá te contemplaron en la piel suave que te cubría. Cuánta anticipación: el futuro apenas parecía real y tú permanecías a media conciencia. 

Llegó febrero y te supieron varón, el primero. Más aún, te convertiste en una ilusión en ultrasonido, el rompimiento de un ciclo y una nueva experiencia. Mis cuatro hermanas, todas mayores, te querían con urgencia y curiosidad. Y ellas ya hacían chistes, todas con hijos varones, le contaban a mamá los secretos de controlar a un muchacho.

Supongo que existen pocas cosas que provoquen la anticipación de un embarazo. El futuro, por nueve meses y cada vez más, se construye de la mano de nombres posibles y cunas inmaculadas. Parece también inquebrantable, una cadena de sucesos tan cronometrada y a pocos inexplicable que, para quien jamás ha sufrido un aborto, parece infalible. Supongo que si no lo es, lo desearíamos así.

A veces, sin embargo, el mejor pronóstico del mañana diverge de la paz de hoy. A veces todo se desmorona y lo que parecía tangible a las 05:45:32, deja de serlo a las seis, temprano en la madrugada cuando a mamá se la llevaron al hospital.

Del sufrimiento terrible que corrió por los pasillos de obstetricia en el hospital San Juan de Dios, no supe nada. Pero mamá volvió un día después, flaca y vacía. Estuvo atrincherada entre almohadones y colchas, días en cama, con papá una luz intermitente a la puerta. Y siempre fue más difícil para ella, el dolor perenne un cruel recordatorio de la vida que pudo ser. Si agradecemos a Dios por bebés que nacen sanos, ¿qué decimos cuando la vida inocente se amputa? Quizá, habremos de culparle. ¿No lo hacemos todos? Sea por breves instantes o toda una vida. O quizá habríamos de aceptarlo, bajo la primicia de que poco sabemos del futuro que él crea, y que tal vez nos evita el sufrimiento, lo catastrófico… Si se supone la vida es más que un intercambio de sufrimientos, en la brevedad de la catástrofe eso parece: un endemoniado juego de ruleta rusa.

Sea como deba ser, o como sea, Dios y el tiempo tienen maneras de enmendar fracturas. Y con ello, tras el hilo que lentamente cose la sábana rota y los interiores desgarrados, vine yo. A mí no me detuvieron, no como a Esteban, y salí ocho, casi nueve meses luego, una bebé colocha y cejuda. Supe de la vida a través de mis padres, que cuando nací de seguro pensaron en ti, en lo injusto y extraño que es todo. Y que me dieron el amor de a dos, un amor de doce meses sumados que, quiero pensar, te permitió vivir en este otro cuerpo de niña.

De noviembre a marzo la pasamos en el hospital. Cada noche, al cerrar los ojos, la aventura continuaba y era hermosa. Corríamos juntos entre zapatos blancos y hombres con bata, todos inocuos. Éramos un cañón recién disparado, atravesando pacientes y camillas, salas de estar y salas de espera. Y tú delante, con colochos que flotaban a cada paso, jamás volteaste a ver. Supongo también que nunca lo necesité: como ya dije antes, esta versión tuya de pantaloneta verde y emoción explosiva era suficiente para mi y esta mente en sueños.

Te reencontré un 8 de marzo en el hospital, como siempre. Pero esta vez el sueño no me impulsó hacia la carrera eterna, la persecución en pasillos que se colmaba de tus risitas y mis gritos. Esta vez te encontré sentado a la silla frente al cuarto 12 (bien pudo ser la sala de obstetricia). Escalé la silla, aún muy alta para mis seis años, y te observé de lado.

 — ¿Estás bien? — te pregunté suavecito.

 — Mmmmmm.

 — ¿Qué pasó, ah? ¿Estás bien?

De pronto, te levantaste de la silla y me tomaste la mano. Ven, dijiste y te seguí. En el único sueño que no fue de apremio, en un 8 de marzo que llegaba a medio día, los pasillos — nuestra pista de carreras — dejaron de serlo para convertirse en pasos apresurados y una atmósfera tensa. Tú solo querías salir (o eso pensé yo), alejarte del día que estuviste tratando de ignorar por meses. De pronto, el pasillo encerrado se desdobló en una estancia pulcra y brillante. Y con ello la vista de una entrada colosal, dos puertas de vidrio gigantes que se abrían espacio al frente, abarcando cada vez más de la vista chica que está acostumbrada a ver el mundo desde abajo. Para cuando llegamos y pegamos los labios al cristal, condensando el aliento sobre el vidrio, jamás pensé en voltear a ver. Estaba cansada, y preocupada, y poco agregaba verte el rostro si ya me había memorizado lo agudo de tu voz y lo tiernas de tus risitas. Así que no te vi, no a los ojos, cuando detuviste la nariz que te moqueaba y escribiste sobre el vidrio condensado:

Fotografía por Lupita Dardón

Llegado el 9 de marzo no te soñé. Ni a finales ni en abril. Nos conocimos en el hospital y un temprano día del noviembre pasado me habías dicho tu nombre: Esteban. ¿Por qué nunca te dije el mío? Será porque jamás preguntaste… Éramos uno y el mismo, contrapartes de un mismo amor. Ese día en el hospital, frente al gran portal, te vi por última vez. Me pediste que saliera, que me esperaban. A mí algo me extrajo, me forzó fuera y hacia dos brazos calientes. Te volteé a ver, un último vistazo, pero de ti quedaba poco: solo aquella frase escrita sobre vidrio condensado.

Epílogo

A mamá le conté temprano. A las siete de la mañana, con el frío que lo abarca todo, me desperté llorando y me colé en su cuarto. Papá no estaba, se habría ido al trabajo mucho antes, así que me acerqué a la sábana y le jalé el pelo, despertándola.

Mamá me miró extrañada primero, luego con una sonrisa. Se corrió lentamente y levantó la colcha: una invitación al calor.

— Mami — le dije, ya en lo blando de sus brazos — soñé con Esteban…

 — ¿Esteban? — me dijo — ¿Dónde escuchaste ese nombre?

 — Mami, soñé con Esteban y que hoy es su cumpleaños.

Y mamá solo me apretó más fuerte, atrincheradas ambas, ahora, entre almohadones y colchas. Papá habría de venir luego: siempre esa luz intermitente a la puerta.