Guatemala, la niña

Foto por Christopher Crouzet

Consentida por el tiempo, la naturaleza y la vida; que se encargaron de vestirla con ropas de primavera de pies a cabeza, de noche y de día. Mimada y custodiada por los treinta y siete gigantes que la rodean y que, además, protegen los paisajes más hermosos que el mundo decidió esconder, con cierto recelo, dentro de sus montañas y sus lagos, como quien guarda un tesoro invaluable. Dicen que se le veía salir de la cama cada mañana, con una taza de café humeante entre las manos, endulzado a su antojo con azúcar de caña que ella misma cuidó entre abrazos de sol y riego. Dicen que le gustaba sentir el calor del mediodía en compañía del mar. Ese vecino suyo, que es como un señor indecente que va perdiendo los escrúpulos conforme se va haciendo viejo, y que siempre se aparecía con historias y anécdotas de tiempos remotos; de carabelas españolas, de naufragios y diluvios, de conquistadores embusteros y civilizaciones antiguas olvidadas por el tiempo. Dicen que le contaba estas historias entre caricias de agüita salada, meciéndola entre sus brazos invisibles hasta lograr que conciliara el sueño.

Pero el tiempo, que no es más que un mercenario, al cometer la estupidez de seguir con su marcha obstinada, como un pelotón de soldados sordos que avanzan hacía el frente sin detenerse nunca, la fue lastimando hasta llenarla de frío, de ese frío intrépido y despiadado que se apodera de los huesos y no los suelta por nada del mundo. «… fue en Guatemala, la Guatemala de Árbenz, que entendí que, para ser revolucionario, primero hay que tener revolución». – escribía el Ché en su diario. Ella fue su primer amante. De sus labios floreció ese primer beso que se da y que se graba a fuego para siempre en la memoria de quien lo recibe. Besos de revolución. Él flotaba de su mano, como un adolescente enamorado, justo antes de emprender aquella conocida hazaña que culminaría con la conquista de La Habana. Mientras Árbenz, con sus reformas y sus sueños de convertir a la niña en una elegante mujer demócrata, la sacudía con fuerza para despertarla de su siesta profunda… fuckin american
dream.

Y aquella llama, que alguna vez logró quemar las cadenas de la vieja Europa, la Europa cristiana… se vio embriagada por los espejismos de la libertad absoluta y la autonomía. En un abrir y cerrar de ojos, los muchos colores tatuados para siempre en su piel, que la diferenciaban del resto, se despintaron hasta verse totalmente opacados por las barras y las estrellas. Casi de la noche a la mañana, dejó de brillar como una tacita de plata, dejó de bailar al ritmo alegre y ostentoso que le tocaban aquellas
tablitas de madera, dejó de cantarle a aquella «luna, gardenia de plata, que en su serenata se hacía canción…» y poco a poco, aquel sol radiante y hermoso, que alguna vez la alumbró, fue escondiéndose cobardemente detrás de nubes negras, hasta desaparecer por completo. El semblante le cambió drásticamente, de una felicidad absoluta, a una mueca más parecida al desencanto y al dolor.

Y en medio de todo el frío que aquello provocó, mientras su gente intentaba levantar las nubes con los puños frente al Palacio Nacional, ella seguía inconsciente, olvidada en algún lugar entre lo profundo y el abismo. Y a lo lejos, desde un rincón inhóspito, resonaban las palabras que alguna vez escribió José Martí embragado de dolor…


«Dicen que murió de frío, pero yo sé que murió de amor».