Los pasillos se encontraban llenos de muchedumbre de todas partes del país. Era día de visita a los enfermos, y cada pabellón había abierto sus puertas para que cada persona gozara de un breve tiempo con su pariente o ser querido ingresado en aquel hospital nacional. El olor a podredumbre y humedad que imperaba en los lóbregos pasillos entraba con mucha violencia por las fosas nasales, transitando por todo el tracto respiratorio superior hasta llegar a los pulmones, provocando nauseas en algunos, y, en un discreto acto, cubrían sus narices con algún pañuelo para evitar el olor.
Yo me ocupaba en revisar las papeletas: unas para llenar de ciertos datos y dar egreso a los pacientes del hospital, pues se habían recuperado del todo y podían partir hacia sus hogares; otras, para archivarlas en el registro, ya que el caso había concluido de la manera menos esperada: los pacientes habían sucumbido después del largo proceso de tratamiento. Un lugar lleno de regocijo y zozobra.
El rumor invadía cada rincón: diálogos, risas, llantos y demás emanaban desde las camas de los pacientes hospitalizados. Desde que tengo uso de razón, jamás había experimentado ese desbordamiento de sentimientos en un lugar preciso; si hay un Dios ubicuo, creo que allí se encontraría más tiempo.
Al terminar, salí por el pasillo principal donde podía observar aquella afluencia de personas, como si se tratara de alguna feria como la que estoy acostumbrado a que se celebre en mi pueblo.
Al pasar por cada cama, y sin detenerme mucho, hubo una que capturó mi atención: la cama número 11 donde se encontraba postrado Don René Gómez, una persona de edad avanzada quien se encontraba rodeado de la misma ausencia. Nadie lo había llegado a visitar ese día. Y no era algo insólito, jamás había visto a los familiares desde que llegó Don René a la emergencia de hombres por una diabetes descompensada, para luego ser ingresado. Llevaba dos meses de no poder localizarlos sin dar tregua un solo día.
Algo se desmoronó dentro de mí al verlo. Un escenario totalmente fatídico donde solo podía describirse con los más ensombrecidos adjetivos. Mi deseo de salir del hospital rumbo a mi casa se iba diluyendo; y abnegándome, decidí por hablar un rato con él.
— Buenas tardes, Don René – dije, al acercarme a su cama.
— Buenas tardes, doctor – contestó, con mucha amabilidad.
— ¿Cómo se encuentra? – pregunté.
— Pues, allí mire. Unos días bien, y otros días que para qué le cuento – dijo, gesticulando con gran elocuencia.
— Yo lo miro mucho mejor Don René, mucho más saludable que yo – dije, con una gran sonrisa.
— ¡Ay! Ya voy a creer eso doctor. No diga mentiras, que es pecado – contestó entre risas.
— Pues, aunque no me crea, esa es la verdad – respondí, apoyando mi mano sobre su hombro derecho.
— Muchas gracias por tomarse el tiempo de venir a platicar conmigo – dijo —. Con usted puedo hablar con toda la confianza.
— ¡Claro que sí, Don René! – dije —. Puede contarme lo que quiera que aquí estoy para escucharlo.
Don René se encontraba muy emocionado al escuchar eso, y, con un ademán, me llamó a acercarme a su cama.
— Estoy muy contento, sabe – dijo —. Hoy me visitará.
Yo estaba consternado ante su declaración. Ya casi eran las seis de la tarde, hora en que se acaban las visitas. No supe qué decirle en ese momento. Me encontré mudo, sin poder balbucear una sola palabra o letra. Él prosiguió.
— Vendrá la ansiada visita que por estos años había esperado – dijo —. Y podré salir a descansar.
Yo seguía sin poder articular una sola palabra. Mi mente estaba en blanco. No encontraba las palabras para poder aclararle que ya no podría ingresar el familiar después de la hora. Luego de un breve momento, tomé valor y mucho tacto para hablarle.
— Don René, siento mucho decírselo. Ya no podrá ingresar su familiar después de las seis de la tarde, y son las seis menos diez de la tarde. Pero no se preocupe, estoy seguro de que, en el próximo día de visita que será pasado mañana, lo vendrá a visitar– dije.
— Muchas gracias Doctor – respondió —. Pero sé que me visitará esta noche, estoy seguro.
— Disculpe que le contradiga, Don René – dije —, pero ya nadie podrá entrar al hospital, y menos a horas de la noche.
— Yo estoy seguro de que es hoy – respondió.
No quise decirle más. Asentí que así sería, y me despedí con un fuerte abrazo. Sentí mucho por lo que pasaba Don René. No estaba delirando, eso es seguro; estaba tan lúcido que sabía perfectamente bien quién era, en dónde estaba o qué fecha era ese día. Salí del hospital a plena oscuridad de la noche, encaminado por una que otra luz débil del alumbrado público. En cinco minutos llegué a mi casa, y caí en un profundo sueño producto de la ardua labor.
Estaba sentado en mi escritorio estudiando los casos para el día de mañana. Dormí dos horas desde que llegué rendido a casa. La blanca luz de mi lámpara dirigía mi mirada al papeleo y los libros de medicina que estudiaba. Cuando estaba a punto de terminar, me percaté que no tenía un caso de un paciente que había ingresado esa tarde. Lo podía realizar el día de mañana, pero tenía que levantarme temprano para ello. Decidí por ir al hospital rápidamente para terminar lo que faltaba y poder dormir tranquilo al regresar.
Los pasillos de mi servicio estaban totalmente solitarios. La trémula luz de un foco que estaba a punto de quemarse, le daba un aspecto lúgubre. Llegué a la mesa donde se encontraban las papeletas, y procedí a terminar lo que quedaba pendiente. No era mucho, tardé quince minutos en hacerlo y luego salí rápidamente.
Todos dormían en sus respectivas camas. El silencio imperaba en los pasillos y el frio de la noche se hacía presente. Yo caminaba aceleradamente, pero cuando pasé por la cama 11, noté que estaba vacía, sin sabanas que cubrieran el colchón de gel. Quizás habían trasladado a Don René a otra cama e intenté buscarlo sin suerte. Estaba tácito en medio del pasillo, y una de las enfermeras que cumplía su turno de noche me saludó.
— Buenas noches – dije.
— ¿Y qué hace aquí tan tarde doctor? – preguntó.
— Vine a arreglar unos papeles que me hacían falta. Acabo de terminar y ya voy para mi casa – dije.
— Vaya a su casa, descanse porque mañana le toca turnar sino estoy mal – contestó.
— Así es – respondí –. Pero ahora que la encuentro, quería saber qué pasó con Don René, el de la cama 11. Lo busqué, y no lo encontré en ninguna cama.
— ¡Ay, Dios mío doctorcito! – dijo, exhalando un gran suspiro —. Él murió hace una hora. El cuerpo ya lo llevamos al sótano.
Estaba estupefacto. Don René no se veía nada mal. No. ¿Qué le había pasado? Estaba tan viva en mi memoria la plática que tuvimos esa tarde. Le agradecí a la enfermera por informarme y le deseé un buen turno.
Ahora entiendo su postura sosegada. Él se sentía preparado para partir al último viaje de su vida. Un viaje hacia la paz. Esperaba la llegada de la hermana muerte, quien no lo defraudó. Le mando un fuerte abrazo como el que nos dimos ese último día.