Por Pedro Flores
Salvador camina por la calle y ve del lado opuesto de la calle una relojería. Se cruza al otro lado, parándose sobre la alfombra que reza ‘Bienveneu’, y acto seguido frota sus zapatos verdes de gamuza contra la alfombra de nailon. Ni siquiera ha llegado a cuestionarse si debe halar o empujar la manecilla -lo cual desde ya merece un indómito aplauso para su diseñador- cuando un respingado caballero que viste de frac, con un par de pelos del lado izquierdo de la sien prestados del lado derecho, detiene la puerta por él y le pide por su abrigo y sombrero. Salva, para los amigos o para cualquier mujer, avanza sobre la roja alfombra (que esta vez es de fieltro ) hacia el último mostrador del fondo. Perdido en los ojos color avellana de Kate Moss del cartel del fondo de la tienda, baja la mirada para toparse con los aún más cautivadores ojos de la única señorita encargada de la tienda ubicada en la avenida Presidente Masaryk al 101.
Caja cuadrada, movimiento Calibre 22, pulsera de cuero, vidrio de zafiro. Ni bien terminó Salvador de escuchar a la señorita y ya había levantado la mano derecha del mostrador de vidrio, la introdujo dentro de su pantalón de corduroy, tomó su billetera, sacó de ella una trozo metálico de 8.57 por 5.40 centímetros, y se la ofreció a la castaña Marta. Marta, balbuceando ante aquel sorpresivo acto intentó preguntarle a Salvador si quisiera explorar otras opciones, ante un educado pero soberbio ademán con la mano que recién le había entregado el rectangular metal -titanio, ¿puede ser?-. Al entendido por señas… escondiendo su castaño cabello por detrás de sus orejas ante la que representaba su meta de ventas de casi 4 meses, Marta se dirigió lenta pero firmemente hacia la caja registradora.
Salvador contemplaba las ondas que se dibujaban como su Río de la Plata sobre el dial del reloj, recordando hasta el Buquebus que lo llevó a Punta del Este en tantos veranos, cuando de repente dejó de pensar en cómo las olas rebotaban contra su estuario y se quedó helado. Le comenzaron a temblar los labios y a sudar las manos; cerrando los ojos y tragando en seco, retomó como pudo la compostura. Marta, mientras tanto, estaba con contratiempos con el cobro en la tarjeta: nunca había tenido en sus manos algo así y la pobre miraba cincuenta dígitos en lugar de quince y hasta le parecía haber visto que la fecha de expiración era 1984. Ese par de minutos le bastaron a Salvador para sacar una libreta de su saco y una pluma fuente de la bolsita del frente de su camisa para escribir:
‘Querida Marta: Espero que este sea su nombre porque me olvidé las gafas en casa y sin ellas soy un poco más desastroso que con ellas. Disculpe la intempestividad de mi salida, pero tengo que atender con urgencia un asunto. Lastimosamente no podré volver por la tarjeta de crédito, así que no tenga ningún cuidado con ese pedazo de hojalata. Sin embargo, proceda por favor a realizar el cobro por el artículo que le había indicado, incluyendo, claro está, una propina del 20% para usted por su ayuda y amabilidad. ¿Podría, además, pedirle un favor? En este caso no habrá manera de confirmar si lo hizo pero confiaré en usted: pregúntele al amable caballero que trabaja con usted en la tienda si le gustan los relojes. Si la respuesta es afirmativa, entréguele el artículo que recién cobró en mi tarjeta de crédito. Si la respuesta es negativa, espero que usted sea tan afortunada -o bueno, seguro el afortunado es él- de tener un esposo que la espere en casa; de lo contrario, espero que aún tenga padre o un hermano. También puede vender, intercambiar, empeñar y hasta quemar el artículo -quizás esta última sería mi recomendación personal-: lo dejo a su buen juicio’.
Cuando Marta se dio la vuelta, después de haber batallado con el terminal de punto de venta para entregarle su pesado pedacito de titanio, se encontró con el mostrador vacío y una hojita doblada en dos con su nombre. Además de leer lo que recién escribimos juntos con Salvador, Marta leyó, en una esquinita de la parte de atrás de la hoja lo siguiente: ‘Me encantaría invitarla a salir y confirmar que en efecto su nombre es Marta y muchas otras cosas más… pero lastimosamente usted trabaja en un lugar aún más terrorífico que una casa embrujada. Que el tiempo, que marcan sus amiguitos esos cuadrados, sea quien decida si llego a conocer su apellido. Atentamente, S’.
‘Para recordar que con que cada segundo que pasa estoy cada vez más cerca de la muerte no necesito un cuadradito pegado a la muñeca, ni mucho menos alimentarlo con el propio movimiento de mi brazo. Quien quiera lo que le corresponde como parte de la herencia deberá comprar una relojería sobre la avenida Presidente Masaryk y la quemará con todos los relojes que tuviera la tienda.’ La progenie de Salvador, boquiabierta, escuchaba con atención al abogado que leía el testamento de Salvador, materializando así el asunto urgente que tuvo que salir corriendo, literalmente, a tratar aquella tarde de julio. Ángel y María renunciaron a la herencia. Montse, la menor, preguntó si la tienda debía estar ubicada en una numeración en concreto de la Presidente Masaryk…