Hoy volví a ver a la Siguanaba
—llevaba tiempo sin verla,
ya me había olvidado de sus previas apariciones—.
Con sus ojos rojos,
despierta a las almas en pena,
espectros que creí haber olvidado,
y empiezan a gritar, como la Llorona.
Vuelvo a ser esa niña pequeña y con miedo,
inerme a las maldiciones que me lanzan,
las que, después de tantos años,
todavía me atormentan:
«No sos suficiente,»
«no vales la pena,»
«cara de caballo.»
Tan pronto como vino,
la Siguanaba desaparece.
Deja solo mi reflejo en el espejo,
y yo pretendo que las voces
se han callado.