Omar Sandoval, Médico y Escritor
Era el filo de la media noche, y yo estaba tumbado sobre mi catre, de esos catres de metal que a veces se suelen doblar y causar penosos e hilarantes accidentes. Intentaba dormir pero el insomnio cruel se resistía a mis súplicas. Me puse a divagar sobre temas de literatura, y, vaya a saber Dios por qué razón, recordé unos versos del Altazor de Huidobro que sin duda me causaron gracia. Estaba por superar la barrera sensorial e iniciaba ese estado crepuscular mitad sueño mitad vigila, cuando furtivamente dirigí la mirada a una de las cuatro esquinas de mi pequeño dormitorio de 3 por 2.5 metros y me situé en un pequeño hilo casi invisible, del cual pendían tres bolitas de color rojo sangre, tan pequeñas como los granos de sorgo. Las bolitas emitían un tenue brillo, acompasado con la titilante luz de la bombilla de 40 vatios del dormitorio. Inmediatamente me di cuenta de que esas bolitas eran huevos de araña. Salté del catre, me quite la chancla izquierda y acerté un porrazo sobre las bolitas y su hilo. El asunto fue reducido a una machita roja sobre la pared. Regresé al catre, un poco apenado por el acto de extinción que acababa de cometer, pero lo consideré necesario. Mi sorpresa fue enorme al ver que del cielo falso (en realidad un machimbre apolillado) en el espacio entre dos duelas, asomó una robusta araña negra. Bajó con harta habilidad hasta el escenario de los hechos, comprobó lo ocurrido y se quedó quieta, balanceándose, con movimiento pendular, del hilo que había fabricado en un santiamén. Me miró (o creí que me miraba) y me habló (o creí que me hablaba). Aquí la narración sólo se puede explicar con los recursos de la fábula, un género literario por demás pueril y que no es de mi agrado, por el asunto de la moraleja y lo tendencioso de su argumento. Pero si no apelo a la fábula, tendría que explicarlo de otra forma. Confieso que no soy adicto a ninguna droga pesada. Una que otra vez me he fumado uno que otro pito de cannabis, pero nada más, y de eso ya hace un par de años. Bueno, sea como sea, el asunto es que la araña hizo una oscilación de gran amplitud, hasta quedar a escaso dos centímetros de mis insomnes ojos. ¿Por qué lo hiciste?, me preguntó ¡Eran mis hijos! Sin darme tiempo a discernir si aquello era real o no, tuve que apresurarme a darle una respuesta. Lo siento, le dije a la araña (y era cierto, lo sentía), pero ante todo está mi seguridad; ustedes las arañas son portadoras de una ponzoña que puede ser letal, y cuando pican, o muerden, que es lo correcto, lo que al comienzo parece un escozor nada más, se transforma a las pocas horas en una gran lesión que orada la piel, la carne, y llega a los huesos, producen gangrena, y si uno logra salvarse puede que quede amputado de una mano, un brazo o una pierna.. Algo había leído de ese tema en un librito de primeros auxilios que encontré mal parado en una librería de libros usados de la octava avenida. La araña guardó silencio unos segundos, volvió a su movimiento pendular y dijo: tienes razón, pero yo ahora tengo que vengar la muerte de mis hijos, de lo contrario quedaría como una mala madre; no es mi culpa, no es nuestra culpa que mordamos a las personas y les provoquemos tan molestas lesiones, así es nuestra naturaleza y no podemos evitarlo. Ahí está, dije yo para defenderme, ahí lo tienes, no lo pueden evitar, así que o son ustedes o nosotros; te darás cuenta que también debo de matarte, ¿no? Eso crees, me dijo, pero no estoy sola. Diciendo esto subió a su nido en una milésima de segundo, y tal y como lo dijo, su amenaza se convirtió en un hecho. De las doce rendijas entre las duelas aparecieron cientos de arañas negras, cuyos tamaños variaban desde unos pocos milímetros hasta el tamaño comparable al de una pelota de tenis. Sentí un terror absoluto, comencé a sudar profusamente, un sudor frío y pegajoso. Pero, extrañamente, mi terquedad literaria me hizo recordar la película «La guerra de los Mundos», con sus alienígenas de largas extremidades, los miles de cuerdas teñidas de sangre y los humanos atrapados en cápsulas biológicas similares a huevos. Había que actuar de prisa. Inspeccioné mi pequeño cuarto, no había ni un mísero palo de escoba, no había insecticida (que de todos modos no hubiera funcionado porque las arañas no son insectos) No había nada más que mis almohadas, mis sábanas y mis chanclas. Todavía con asombro vi como el batallón de arañas iba tejiendo una enorme tela, y adiviné la estrategia de la araña vengadora: una vez terminada la tela, la dejarían caer sobe mi escuálido cuerpo como se tira una red a un animal de caza. Y después vendría el festín de los octópodos. En mi agonía todavía se me ocurrió la negociación como última esperanza, confiando en que las arañas fueran más razonables que los humanos. ¡Alto! exclamé, con un tono ambiguo, entre una orden y una súplica. Las arañas se detuvieron. Tal vez podamos llegar a un entendido. Yo no quiero morir devorado por ustedes. Si ustedes me dejan vivo, prometo no volver a matar a ninguna de ustedes, ni en esta casa ni en ninguna otra, ni en los parques, ni en las oficinas, en nada. Te pido perdón araña madre, por haber matado a tus hijos en gestación, yo sé que puedes tener otros; y si no cumplo mi palabra pues hagan lo que deban hacer. Cerré los ojos, esperado la caída de la tela y los dientes de las doscientas ochenta arañas encima de mi cuerpo desnudo. Cuando los abrí a los dos minutos, se habían ido todas, pero alcancé a escuchar a la araña madre sus últimas palabras, mostrando las puntas de sus patas que ya desaparecían entre las duelas: recuerda tu promesa, ¡te estaremos vigilando!
Desperté al otro día, tranquilo, un poco sudado, pero con la sensación de haber dormido un siglo.
De eso hace ya varios meses. Las personas que me visitan de vez en cuando (casi no recibo visitas, me molesta la gente) suelen invariablemente gastarme la misma broma; ya me acostumbré a su sarcasmo: «Así que te gusta decorar tu casa al estilo Halloween, sólo te faltan las arañas» (lo dicen por las innumerables telas que cuelgan de los techos y que ellos creen son artificiales). Así dicen con sus risitas. Afortunadamente se van pronto, de lo contrario no respondería por daños a terceros. En la noche, cuando el silencio se apodera de las calles, mis amigas las arañas descienden de los techos a dialogar conmigo. A decir verdad, y sin alarde, podría decir que son mis únicas amigas.