No hay peor incertidumbre para un escritor que verse frente a una hoja en blanco, porque inevitablemente debe afrontarla, es la responsabilidad que todo escritor asume tácitamente desde el primer momento en que se pierde en la marea de este océano ignoto. Y es que una hoja en blanco puede resultar convirtiéndose en una oportunidad invaluable o en un enemigo acérrimo, un milagro o una condena, la genialidad misma o la tortura perpetua. Y esta noche, curiosamente, tengo la sensación de estar frente a una mezcla de resultados parecidos.
Me rehúso a dormir, por eso escribo. Mis párpados me arden como si estuvieran a punto de incendiarse, pero no voy a cerrarlos, porque hoy, los sueños representan una amenaza más aterradora que cualquier realidad. Aún siento sus dedos recorriéndome la piel y sus golpes de aliento acariciándome el rostro. Su presencia sigue flotando a mi alrededor como si fuera mil pedacitos de confeti bailando libres contra el viento. El corazón me late inquieto desde adentro, como puñetazos en la puerta, amenazando con partirme el pecho en dos. La siento abrazada a mis sienes y de pronto se esfuma, como si nunca hubiera existido, y entonces sigo escribiendo. La madrugada convulsiona en el fondo, pronto dará lugar a la tímida luz del alba que vendrá con bombos y platillos a querer despertarme, sin sospechar que he peleado contra el sueño toda la noche para no verla; para no sentirla, para no padecerla. No ayuda haberme inundado de alcohol. No ayuda no haber cerrado nunca el circulo, no ayuda haberla conocido… no ayuda haberla amado como la amé.
Sus ojos se dibujan entre la obscuridad del encierro. Son como el filo de un bisturí que rasga mi piel con sutileza, escarban hasta llegar al fondo de mi alma y estallan desde adentro como estalla una granada cualquiera en una guerra cualquiera. Pero sigo inmóvil, sigo escribiendo. Mi cuerpo no se inmuta, solamente se mueven mis dedos, como si fueran mil hormigas nerviosas marchando alrededor de un insecto muerto, como agradeciendo el maná que – según ellas- cae de los cielos.
Justo en este preciso momento, mientras escribo estas palabras, me estoy planteando: si la nariz que siento recorrer despacio por mi nariz es realmente suya o la estoy imaginando. De ser suya, justifica el cosquilleo; de estarla imaginando… debo seguir escribiendo, porque es señal de que estoy enloqueciendo, perdiendo la batalla a los delirios que me acechan. Nunca había sentido la sensación de colgar de un hilo, de estar entre dos mundos, con un pie en cada uno. Mi sanidad mental nunca había dependido del zapateo de mis dedos sobre el teclado, produciendo esa música desordenada que significa una sola cosa: hay realidades paralelas a esta, que se van dibujando sobre la hoja en blanco y que en cada una tengo el control. Pero… ¿en cuál quiero vivir?
Es momento de tomar una decisión. O dejo de escribir y me entrego a la locura o sigo escribiendo y me aferro a esta lúgubre realidad (o soledad). La locura me coquetea con los labios que añoro, me seduce con el calor de las manos que más extraño, con el cuerpo que, sobre mi cuerpo, se amalgama hasta confundirse en uno solo. Por otro lado, la realidad…