A mis colegas médicos, y muy especialmente a los que crecimos en el hospital Roosevelt. Gracias por su amor al paciente.
A mi catedrático de la universidad. Que en paz descanse.
Día 1
Las cosas no parecen mejorar en ningún aspecto. El espacio que me han asignado solamente tiene un catre en mal estado ―parece que fue comprado de segunda mano en algún almacén del Trébol―, los aparatos para monitorear mis signos vitales brillan por su ausencia, la comida no pasa de una pequeña ración de frijoles y arroz no mayor al tamaño de mi puño, y no puedo dormir tranquilo gracias al ruido ocasionado por los demás pacientes en cuarentena. Hoy, la noche es fría y siento mi cuerpo congelarse ―la carpa que instalaron no aísla del todo del exterior―; usaré mi poncho que me trajo mi esposa, junto a mis cosas de aseo personal y una bata para pasar mi cuarentena en este hospital temporal. Por el momento, la enfermedad no me está causando las complicaciones que he visto en otros pacientes. Espero seguir así…
Día 2
La noche pasada fue lo mismo, no pude dormir más que dos horas interrumpidas; los cantos de una señora ―supongo que eran cristianos― con una voz poco agradable y áspera para mi gusto; no terminaron sino hasta la una de la mañana. Después, iniciaron los gritos de un paciente con trastornos mentales ―vaya a saber qué es lo que tiene― que no cesaron por un buen tiempo. “¡Ya sho!” “Que alguien llame a la enfermera para callar a este hijueputa”, era lo que yo escuchaba, lo cual me parece una gran pérdida de tiempo. No se callará con buenos ni con malos tratos. Total, ya estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de insultos, pero no como un paciente. La mañana comenzó de buena manera: el pase de visita inició a las 7 de la mañana, y mis amigos iniciaron con mi cama para saber mi evolución médica; dijeron que, para estar con la enfermedad, tenía muy buen pronóstico, las complicaciones aún no se hacían presentes, por lo que se debía esperar; fueron palabras alentadoras. Les estoy muy agradecido a cada uno de mis colegas por su atención médica; si tan sólo supieran las personas lo que debemos de sacrificar por hacer lo que nos apasiona, por ayudarles, tal vez sería otra situación. Pedí que me trajeran el periódico: “Prensa Libre” “El Periódico” “Nuestro Diario”, lo que fuera para poder matar las horas leyendo; encontré varias noticias que, para mí, supusieron un aire de esperanza: mayor aportación económica para el hospital, tanto en los insumos como el sueldo de mis colegas, mejoramiento de las instalaciones, alimentos, etc.; era cuestión de esperar por la ayuda.
En la tarde, estuve platicando con algunos pacientes contiguos a mi espacio, algunos habían llegado hace unos días, otros llevaban meses ―a ellos ya los conocía desde antes, cuando yo mismo los atendía como médico― y me contaban sobre temas un tanto triviales pero importantes para ellos. Me acuerdo de que les dije que muy pronto saldríamos de esta, de vuelta a nuestras casas ―odio mentir, pero es para dar ánimos, que es lo que nos hace falta aquí adentro―, y abrazaríamos tan fuerte a nuestra familia como nunca los habíamos hecho.
Durante la noche, recordé mi época universitaria en la carrera de medicina: los primeros años fueron muy extenuantes ―exámenes, desvelos, lágrimas por algún triunfo o derrota, etc.―, tanto así que me hicieron dudar si de verdad estaba en lo que se suponía era mi verdadera vocación. Al entrar a mis prácticas hospitalarias, mi mundo pasó de ser del exterior al interior del hospital: los pases de visita con los jefes de servicio, llevar a pacientes en camillas o sillas de rueda maltrechas con tanques de oxígeno, anécdotas de los mismos pacientes, turnos y demás cosas que me han marcado la vida, pero que, en balance, se tradujo en momentos únicos perdidos con mi familia, amigos que jamás volví a ver, y relaciones destruidas; gané y perdí mucho. Sin embargo, elegiría la carrera una y mil veces. No sé cuánto tiempo estuve recordando aquella época, creo que la sigo viviendo en mis sueños.
Día 3
Hoy tuve mi primer episodio de desaturación de oxígeno -el oxígeno no llegaba a los valores normales en mi cuerpo- y tuvieron que darme oxígeno complementario para poder recuperarme; me sentí fatigado y casi desvanezco, a no ser por mis amigos que llegaron a auxiliarme a tiempo. Jamás había experimentado un fuerte ataque de “falta de aire”; estuve toda la madrugada junto al tanque que me proveía ese oxígeno que necesitaba. La mascarilla era realmente incómoda, y no tenía mayor elección que dejarla pegada todo el tiempo que fuera necesaria a mi cara, dejando marca de su contorno sobre mi piel -pienso que fueron 3 horas tediosas de tenerla-, y su viscosidad por el sudor creado. Me dijeron, en privado, que tenía que llevarla puesta por más tiempo, pero que debían ahorrar oxígeno para otros pacientes, por lo que debía dejarla de usar (un gran alivio quitarme la mascarilla, pero me preocupa que el oxígeno escasee. Creí que todo iba a mejorar).
En la tarde, la pasé mejor. Las pláticas y discusiones que tenemos entre todos, desde el más joven hasta personas de la tercera edad hacen del tiempo una cosa para reflexionar: cada uno de nosotros está teniendo un impacto, ya sea positivo o negativo, con la otra persona a nuestro lado. Reímos, charlamos profundamente de cualquier babosada que se nos ocurría, discutimos por cosas sin ningún sentido; por ejemplo, hoy me putee con Mario, el de la cama #38, un joven no mayor de 24 años, que cada día se encuentra alterado por el encierro; la cosa es que yo necesitaba urgentemente el baño y él lo estaba ocupando, pero tardó media hora en salir. Sentí que la vejiga estaba por reventar y grité: “¡hijo de puta, salí de una buena vez!” y él me respondió: “¡tu madre!”. Llegó enfermería a calmarnos y exigieron a Mario salir del baño para que otras personas lo usaran ―creo que el muy imbécil se estaba masturbando porque salió con una expresión de disimulo como si estuviera escondiendo algo que hizo―; así que pude usar el baño posteriormente a su salida. Vaya tardes las que estoy teniendo en el hospital.
Día 4
La noche anterior, pude dormir lo que no dormí en otras noches. Como cosa extraña, hubo un silencio mortal en todo el hospital, nadie cantaba o se quejaba de lo bueno o lo malo del hospital. Hoy comenté con enfermería por la buena noche para dormir ―cosa que es muy extraño que suceda en un hospital― a lo que me respondieron que fue una noche de infierno: gritos, traslados de pacientes, tres personas fallecieron (dos personas ancianas y un joven), y demás infortunios. Quedé estupefacto, creo que ya tengo el sueño pesado que no recuerdo ni un solo sonido por tan estrepitoso que sea. Doy gracias a Dios porque pude recuperar, en cierto modo, el sueño que llevaba acumulado. Lamentó mucho la perdida de las vidas de ayer; a uno lo conocí, Don Juanito. Él no se miraba grave, es más, tenía egreso previsto para dos días por lo que escuché en una visita. Le pregunté a un médico sobre lo que le había pasado a Don Juanito, y me dijo que se había complicado esa misma noche, pero que el medicamento que necesitaba estaba escaso y no había como ayudarlo; parece ser que se le había pedido a la familia que compraran la medicina por fuera, pero por ser de escasos recursos, a penas y tenían para comer y para el pago de transporte. A veces pienso que no es la muerte quien nos recoge, son otros los que nos envían a ella.
En la tarde, tuvieron que hacerme la segunda prueba diagnóstica de la enfermedad, un hisopado que causa una gran molestia; me sacó hasta las lágrimas cuando tomaron la muestra con una especie de barita de plástico un tanto delgada y que introdujeron hasta el fondo de mi fosa nasal izquierda; sentí una eternidad cuando dejaron adentro, por un breve momento, la barita ―creo que salió alguno que otro insulto; juro por Dios que no fue intencional―. El resultado saldrá dentro de cinco días. Espero salga negativo; ya quiero ver a mi esposa y mis hijos. Si todo sale bien, quizá no trabaje más en un hospital, sino en una clínica; no ganaré mucho pero mi familia vale más.
Recordé mi paso como catedrático; fue una de las mejores experiencias que tuve el pasar mi conocimiento, y el de mis estudiantes a mí: un bello e interesante aprendizaje que me ha marcado más de lo que me imaginé. Clases en la comunidad asignada por la universidad donde teníamos nuestras visitas a cada casa para hacer un examen general a las familias. Después del exhausto día acompañado de un sol intenso, salíamos a comer unas carnitas con tortillas y algún refresco. Recuerdo a cada estudiante y ahora colega con mucho cariño. Ya me siento muy cansado, así que espero poder dormir como la noche anterior; el toque de queda hace que llene las calles de un silencio sepulcral.
Día 5
Hoy ha sido de lo peor que he vivido: comencé a usar el oxígeno de nuevo, pero esta vez no puedo respirar sin él. Han intentado quitármelo por breves momentos para observar cómo reacciono y quitar esa dependencia, pero cada vez es inútil. No puedo dejarlo ni un minuto. El pronóstico ha empeorado enormemente. No quiero imaginarme lo que se viene. Me levanto con el oxígeno, duermo con el oxígeno, como con el oxígeno, voy al baño con el oxígeno, etc. Tengo una ligera esperanza de mejorar y salir del hospital. Estoy notando que mi cuerpo está perdiendo ligeramente su color y me canso con sólo caminar unos cuantos metros.
Esta noche escuché la peor noticia que pudieron haberme dado: me tendrán que intubar sino mejora mis niveles de saturación de oxígeno; y es que estoy totalmente exhausto, no puedo levantarme sin que el aire me falte. Hace unas horas caí cuando traté de ir al baño ―tengo moretones en los brazos y sangre en la boca por el golpe contra el piso― me está costando respirar. Creo que están preparando las cosas por si llegara a necesitarlo ―escuché que les faltan algunos medicamentos desde hace meses; maldito gobierno―; espero no llegar al intensivo, pero no puedo evitar de pensar en lo peor. A este paso, no moriré por el virus, al menos, no solamente por ello.