Por: Ana Lucía de León
Quiero escribir un poema
que se lea en un open mic de niños y niñas queer y latinx.
El bar arrebatado
por arte anarquista y liberal
que se esconde en un sótano olvidado de Brooklyn.
Quiero escribir un ensayo
que se publique en el New Yorker y el Paris Review.
Quiero mi nombre en la columna vertebral
de un libro intelectual
que nadie entiende.
El libro no se vendería,
pero se convertiría en una biblia
para los desamparados
y los auténticos rompecorazones
que son mis amigos.
Y en un círculo de humo en el DF,
se discuta la temática
problemática
diplomática
de mi privilegio de mujer blanca.
En realidad, quiero que mis palabras
arreglen la turba en mi cabeza.
Quiero la catarsis prometida
por mis profesores de escritura en la universidad gringa.
Pero, sobre todo,
quiero que las niñas se levanten
y jueguen
y vayan a la escuela.
y que no se mueran.
Mi pensamiento se entorpece ante la lucha
de no volverme invisible e inútil
como predijo mi hermana.
No importa el número tejido
de palabras que construyo con parsimonia,
sobre alguien que no existe y no hace nada.
Leer mis palabras sin perder el aliento
ni la calma.
Haciéndole el amor a un micrófono apagado
y oídos estimulados por la fantasía
de vencer la soledad crónica.
Alguien me hace la pregunta de nuevo,
¿y qué vas a hacer con tus libros?
En el acento fresa que a veces se me sale.
Ojalá la respuesta no fuera la misma que doy
cuando me preguntan qué voy a hacer con mis palabras.
La verdad es que no lo sé.
Como no sé de dónde vengo,
ya que soy incapaz de reclamar
un pedazo de tierra o una cultura robada.
Escribo para oídos sordos.
Creo ciegamente en héroes literarios
y en el lujo de tener más libros de los que jamás podría leer.
La inútil religión de una vida intelectual cómoda.
La verdad es que escribo al vacío.
Con una fe absurda de que algún día
todas mis palabras juntas logren algo más
que caer inertes y sin vida
en la lista de razones por la cuales ya no debería de seguir.
Sin duda alguna,
divago.
Mis poemas no se leen casuales
como mis padres preguntando por mi tristeza,
como si fuera un perro que me sigue a todos lados.
Mis poemas
no se leen como las líneas sedosas de Emily
al contarme su encuentro con la muerte.
Se leen
como un terremoto anémico e interrumpido.
Caótico y sin sentido.
Y la pregunta se repite.
Y la respuesta sigue siendo la misma.
No lo sé.
No sé nada.
Pero como un buen artista olvidado,
voy a morir intentándolo.