Sin título

Foto por Janko Ferlič en Unsplash

Por: Ana Lucía de León

Quiero escribir un poema 

que se lea en un open mic de niños y niñas queer y latinx

El bar arrebatado 

por arte anarquista y liberal 

que se esconde en un sótano olvidado de Brooklyn. 

Quiero escribir un ensayo 

que se publique en el New Yorker y el Paris Review

Quiero mi nombre en la columna vertebral 

de un libro intelectual 

que nadie entiende. 

El libro no se vendería, 

pero se convertiría en una biblia 

para los desamparados 

y los auténticos rompecorazones 

que son mis amigos. 

Y en un círculo de humo en el DF,

se discuta la temática 

problemática 

diplomática 

de mi privilegio de mujer blanca. 

En realidad, quiero que mis palabras 

arreglen la turba en mi cabeza. 

Quiero la catarsis prometida

por mis profesores de escritura en la universidad gringa. 

Pero, sobre todo, 

quiero que las niñas se levanten

y jueguen 

y vayan a la escuela. 

y que no se mueran. 

Mi pensamiento se entorpece ante la lucha 

de no volverme invisible e inútil 

como predijo mi hermana. 

No importa el número tejido 

de palabras que construyo con parsimonia, 

sobre alguien que no existe y no hace nada. 

Leer mis palabras sin perder el aliento 

ni la calma. 

Haciéndole el amor a un micrófono apagado 

y oídos estimulados por la fantasía

 de vencer la soledad crónica. 

Alguien me hace la pregunta de nuevo, 

¿y qué vas a hacer con tus libros? 

En el acento fresa que a veces se me sale. 

Ojalá la respuesta no fuera la misma que doy 

cuando me preguntan qué voy a hacer con mis palabras. 

La verdad es que no lo sé. 

Como no sé de dónde vengo, 

ya que soy incapaz de reclamar 

un pedazo de tierra o una cultura robada. 

Escribo para oídos sordos. 

Creo ciegamente en héroes literarios

y en el lujo de tener más libros de los que jamás podría leer. 

La inútil religión de una vida intelectual cómoda.

La verdad es que escribo al vacío. 

Con una fe absurda de que algún día

todas mis palabras juntas logren algo más 

que caer inertes y sin vida 

en la lista de razones por la cuales ya no debería de seguir. 

Sin duda alguna, 

divago. 

Mis poemas no se leen casuales 

como mis padres preguntando por mi tristeza,

como si fuera un perro que me sigue a todos lados. 

Mis poemas

no se leen como las líneas sedosas de Emily

al contarme su encuentro con la muerte. 

Se leen 

como un terremoto anémico e interrumpido. 

Caótico y sin sentido. 

Y la pregunta se repite.

Y la respuesta sigue siendo la misma.

No lo sé. 

No sé nada. 

Pero como un buen artista olvidado, 

voy a morir intentándolo.