No cabe duda de que no existe peor encierro que el propio, máxime cuando es obligado. Porque cuando se pierde el bullicio del mundo, se abre paso a la tortura que significa escuchar ese hilito de voz que viene de muy adentro, como martillazos en la pared, con mil preguntas e intenciones sospechosas de reabrir heridas que fueron cerradas hace muchos años. Y de pronto… todo lo que se ve con ojos abiertos se parece a ella y todo lo que se piensa con ojos cerrados lleva su sonrisa y te ves recorriendo espacios visitados minutos atrás, chocando con los muebles, caminando por las paredes; y es entonces cuando conoces lo que se siente morir mil veces de ansiedad y seguir viviendo. Porque, de a ratos, tus latidos parecen mencionar su nombre, separándolo en sílabas, y de a ratos, parecen pedirte auxilio mientras desfallecen dentro de tu pecho.
Desesperado, buscas refugio en los universos que duermen entre las páginas de los libros y …
N o t á s q u e l a s l e t r a s t a m b i é n e m p i e z a n a d i s t a n c i a r s e u n a s d e o t r a s , p o r q u e e l l a s , n o s o n m á s q u e u n a i n g e n u a m e t á f o r a d e l o q u e s o m o s c o m o s o c i e d a d.
Las ventanas se convierten en espejos que reflejan lo que llevas adentro y, con esa arrogancia que les caracteriza, te muestran: calles huérfanas de pasos, bares vacíos de almas en pena… «¿Adónde habrán ido?» – te preguntas – «¿Debajo de qué se protegen las criaturas de la noche? ¿Se aferrarán unos a otros?» Y es que una casa puede ser muchas cosas, muchos lugares. A veces físicos y otras tantas metafóricos. Mi casa sigue siendo nuestra cama. Y aunque desde afuera parece un desierto y el lado vacío quema como un hierro enrojecido de calor, por dentro, perdido en un profundo sopor, no me siento solo (quizás porque no siento). Entonces despertar se convierte en un agobio. Porque despertar significa salir expulsado del sueño y caer de vuelta en la realidad – o, mejor dicho- del cielo de sus manos al infierno de mi soledad.
Luego, «ella» pasa a un segundo plano. El jazz se enmudece. Las imágenes en las películas te resultan inverosímiles, muestran falsas realidades. Los rostros que creías recordar ya no son rostros. Son óvalos color piel sin ojos y sin expresiones, parecidos a ese que no podés ser capaz de soportarle la mirada frente al espejo. Y entre lamentos y nostalgia, entre suspiros y cigarros que siempre encienden otro cigarro, entre risas huérfanas de explicación y gritos vacíos de voz… surge una pregunta que te resulta un poco más seria…
¿Quiénes seremos cuándo se dé el banderazo que nos invite a salir corriendo por las calles para buscarnos y tocarnos y respirarnos y besarnos de vuelta?
Está claro que no seremos los mismos, porque algo nos cambió para siempre, nos hizo mutar de piel. Porque de lo contrario, sería como leer la historia al revés, como haber recorrido un sendero que pronto caminaremos de regreso. Como una lección no aprendida. Como un castigo en forma de circulo, que se repite perpetuamente, que nunca termina.