Un mal poema y un abrazo

No sé cuándo aprendí a anhelar, a desear algo con el cuerpo entero hasta que me ardiera la piel. Pero sé que entre mis anhelos más grandes siempre estuvo dejar en este mundo algo que dure mil años y, después de eso, unos mil más. Desde chica deseaba dejar algo en esta tierra como la única prueba de que estuve aquí, de que fui persona y que algunas veces me sentí vacía y otras tan llena que pensé que me iba a explotar el corazón.

Cada vez que escribo un poema, lo trato como si fuera el último. Parece que estuviera preguntándome, “Andrea María, ¿esto es lo que vas a dejar en el mundo cuando te vayas?”. Antes la respuesta a esa pregunta me llenaba de ansiedad. Habría sido terrible morir dejando un mal poema, una mala historia o un error ortográfico. Ahora ya no me importa si lo que dejo es un mal poema. Aprendí a apreciar mis poemas malos porque expresan en su forma más pura lo que sentía cuando los escribí. Si lo último que le dejo al mundo es un sentimiento puro, entonces logré lo que siempre quise.

Estoy intentando pensar en cómo fue que hice ese cambio y creo que sé la respuesta. Hace unos años tenía un trabajo que odiaba. Contaba los minutos para irme, así fue como memoricé que 8 horas son 480 minutos. No pasaba tiempo con mi familia y mis hermanos menores se acostumbraron a hacer todo sin mí; cumpleaños, viajes familiares, cenas, etc. Mi odio hacia el trabajo se me derramaba por todos lados y, como resultado, resentía a mis amigos, peleaba con todas las personas que me querían, mantenía una relación que no me hacía feliz y me odiaba a mí misma.

A finales de 2018, con el apoyo de mis padres, renuncié y me fui con toda mi familia a una casa cerca del mar a pasar fin de año. Unos meses después, me dijeron que fuera a una entrevista para ser maestra de inglés de secundaria en el colegio del que me gradué y, un poco desganada, lo hice. Me dieron el trabajo y regresé al colegio que por tantos años se sintió como mi casa. Me asignaron dos grados y resulté con aproximadamente 100 alumnos entre los 15 y 18 años. Antes de conocerlos, los consideraba un grupo intimidante de adolescentes que no iba a poder soportar. Sin embargo, luego de unas semanas e incontables abrazos supe que estaba completamente enamorada. Sí, estaba enamorada de mi trabajo como maestra, pero mis alumnos se habían robado todo mi corazón.

Un día, al final de la clase, un alumno me preguntó si podía darme un abrazo. Le dije que sí y lo sostuve entre mis brazos como si fuera un niño pequeño, aunque sabía que no lo es. En ese momento pensé en cómo no tuve el privilegio de ser la maestra que le enseñó a leer, a contar, que lo recibió en su primer día de clases y, debo admitir, me llené de tristeza. Luego del abrazo me sonrió y pensé que tal vez tuve el privilegio de enseñarle cómo se sostiene a alguien frágil entre nuestros brazos. Estaba diciendo así es como se cuida, así es como se quiere. Pensé también que, si ese abrazo es lo último que dejo en el mundo, eso estaría bien y sería suficiente.

Ya no me preocupa si dejo un poema como prueba de que existí porque, aunque la poesía es lo que amo, las vidas con las que me topo son lo que más me importa. Más que un poema, más que una obra de arte quiero dejar un buen recuerdo. Puede que sea una tarde de risas con mi mejor amiga, una plática con mi abuela, un beso de enamorada, un día en la playa con mi familia o un abrazo a un alumno. La verdad es que ya no me importa, tal vez nunca debió de importarme tanto.